Un pacto es un acuerdo por el cual las partes envueltas se obligan entre sí al cumplimiento de ciertas condiciones. Así el agente humano entra en acuerdo con Dios para cumplir con las condiciones especificadas en Su Palabra. Su conducta demuestra si respeta o no esas condiciones.
El hombre gana todo obedeciendo al Dios que guarda el pacto. Los atributos de Dios se imparten al hombre, permitiéndole ejercer misericordia y compasión. El pacto de Dios nos asegura su carácter inmutable. . . . Debemos saber por nosotros mismos cuáles son Sus requisitos y nuestras obligaciones. Los términos del pacto de Dios son: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo". Esas son las condiciones de vida. "Haz esto", dijo Cristo, "y vivirás" (Lucas 10:27, 28).
La ley de Dios fue escrita con Su propio dedo sobre tablas de piedra, mostrando así que nunca podría ser cambiada ni abrogada. Debe ser preservada a través de las edades eternas, inmutable como los principios de Su gobierno. . . . Cristo dio su vida para hacer posible que el hombre fuera restaurado a la imagen de Dios. Es el poder de su gracia lo que une a los hombres en obediencia a la verdad.
Hermanos míos, únanse al Señor Dios de los ejércitos. Dejen que Él sea su temor y que Él sea su miedo.... Se avecinan tiempos difíciles, pero si nos mantenemos unidos en comunión cristiana, sin que ninguno luche por la supremacía, Dios obrará poderosamente por nosotros. . . .
Él conoce todas nuestras necesidades. Él tiene todo el poder. Puede otorgar a sus siervos la medida de eficiencia que exigen sus necesidades. Su infinito amor y compasión nunca se cansan. A la majestad de la omnipotencia une la dulzura y el cuidado de un tierno pastor. No debemos temer que no cumpla sus promesas. Él es la verdad eterna. Nunca cambiará el pacto que ha hecho con los que le aman. Sus promesas a su iglesia permanecerán firmes para siempre. Hará de ella una excelencia eterna, un gozo de muchas generaciones. God's Amazing Grace, pág. 158.
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