En su oración por sus discípulos Cristo dijo: " Y por
ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en
la verdad. Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de
creer en mí por la palabra de ellos". En su oración Cristo incluye a todos
aquellos que oirán las palabras de vida y salvación a través de los mensajeros
a quienes envía. . . .
¿Podemos por fe comprender el hecho de que somos amados por
el Padre así como el Hijo es amado? Si pudiéramos aferrarnos a esto y actuar de
acuerdo con ello, de hecho tendríamos la gracia de Cristo, el aceite dorado del
cielo, vertido en nuestras pobres, sedientas y sedientas almas. Nuestra luz ya
no sería intermitente y parpadeante, sino que brillaría intensamente en medio
de la oscuridad moral que, como un manto funerario, envuelve al mundo. Debemos
por fe escuchar la intercesión prevaleciente que Cristo presenta continuamente
en nuestro nombre, como Él dice: "Padre, aquellos que me has dado, quiero
que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me
has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo."
Nuestro Redentor nos anima a presentar súplicas continuas.
Nos hace las promesas más decididas de que no debemos declarar en vano. Él
dice: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.
Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se
le abrirá."
Luego presenta la imagen de un niño pidiendo pan a su padre,
y muestra cuánto más dispuesto está Dios a conceder nuestras peticiones que los
padres a conceder la petición de su hijo. . . .
Nuestro precioso Salvador es nuestro hoy. En Él nuestras
esperanzas de vida eterna están centradas. Él es quien presenta nuestras
peticiones al Padre y nos comunica la bendición que pedimos. —Signs of the
Times, 18 de junio del 1896.
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