En los días de Cristo, las madres le llevaban a sus hijos para que les impusiera las manos para bendecirlos. Con ese acto mostraron su fe en Jesús y la intensa ansiedad de su corazón por el bienestar presente y futuro de los pequeños puestos a su cuidado. Pero los discípulos no vieron la necesidad de interrumpir al Maestro solo para notar a los niños, y mientras rechazaban a esas madres, Jesús reprendió a los discípulos y ordenó a la multitud que abriera paso a esas madres fieles con sus niños pequeños. Dijó, "Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos".
Mientras las madres pasaban por el camino polvoriento y se acercaban al Salvador, él vio la lágrima espontánea y el labio tembloroso, mientras ofrecían una oración silenciosa en nombre de los niños. Escuchó las palabras de reprimenda de los discípulos y rápidamente anuló la orden. Su gran corazón de amor estaba abierto para recibir a los niños. Uno tras otro, los tomó en sus brazos y los bendijo, mientras un niño yacía profundamente dormido, reclinado contra su pecho. Jesús pronunció palabras de aliento a las madres en referencia a su trabajo, y ¡oh, qué alivio les trajo así a la mente! ¡Con qué gozo meditaron en la bondad y la misericordia de Jesús, al recordar esa ocasión memorable! Sus palabras llenas de gracia habían quitado la carga de sus corazones y las inspiraron con nueva esperanza y valor. Toda sensación de cansancio desapareció.
Esa es una lección alentadora para las madres de todos los tiempos. Después de que hayan hecho lo mejor que puedan por el bien de sus hijos, pueden llevarlos a Jesús. Hasta los bebés en brazos de sus madres son preciosos en sus ojos. Y mientras el corazón de la madre anhela la ayuda que sabe que no puede dar, la gracia que no puede otorgar, y se arroja a sí misma y a sus hijos en los brazos misericordiosos de Cristo, Él los recibirá y bendecirá, Él les dará paz, esperanza y felicidad. a madre e hijos. —Good Health, January 1880.