La preciosa Biblia es el jardín de Dios, y sus promesas son los lirios, las rosas y los claveles.
Cómo deseo que todos pudiéramos creer en las promesas de Dios. . . . No debemos buscar en nuestros corazones una emoción gozosa como evidencia de nuestra aceptación con el Cielo, sino que debemos aceptar las promesas de Dios y decir: "Son mías. El Señor permite que Su Espíritu Santo descanse sobre mí. Estoy recibiendo la luz, porque la promesa es: 'Creed que recibiréis las cosas que pedís, y las tendréis'. Por fe alcanzo detrás del velo y me aferro a Cristo, mi fortaleza. Doy gracias a Dios porque tengo un Salvador”.
Las Escrituras deben ser recibidas como la palabra de Dios para nosotros, no meramente escrita, sino hablada. Cuando los afligidos fueron a Cristo, Él vio no sólo a los que pedían ayuda, sino a todos los que a lo largo de los siglos habían de venir a Él con la misma necesidad y con la misma fe. Cuando dijo al paralítico: "Hijo, ten buen ánimo, tus pecados te son perdonados"; cuando dijo a la mujer de Cafarnaúm: "Hija, ten ánimo; tu fe te ha salvado; vete en paz", habló a otros afligidos, agobiados por el pecado, que habían de buscar su ayuda.
Así ocurre con todas las promesas de la Palabra de Dios. En ellas Él nos está hablando individualmente, hablándonos tan directamente como si pudiéramos escuchar Su voz. Es en esas promesas que Cristo nos comunica Su gracia y poder. Son hojas de ese árbol que es "para la sanidad de las naciones". Recibidas, asimiladas, han de ser la fortalerza del carácter, la inspiración y el sustento de la vida....
Aliméntese de las promesas; conténtese con confiar en la simple promesa de la Palabra de Dios. Cuelgue en el salón de la memoria las preciosas palabras de Cristo. Deben valorarse mucho más que la plata o el oro. The Faith I Live By, pág. 9.