La ética inculcada por el Evangelio no reconoce ninguna
norma sino la perfección de lamente de Dios, la voluntad divina. Dios requiere
de sus criaturas una conformidad con su voluntad. La inperfección del carácter
es pecado, y el pecado es la transgresión de la ley. Todos los atributos justos
del carácter habitan en Dios como un todo perfecto y armonioso. Todos los que
reciben a Cristo como su Salvador personal tienen el privilegio de poseer estos
atributos. Esa es la ciencia de la santidad.
¡Cuán gloriosas son las posibilidades presentadas ante la
raza caída! A través de su Hijo, Dios ha revelado la excelencia que el hombre
es capaz de alcanzar. A través de los méritos de Cristo, el hombre es elevado
de su estado depravado, purificado y hecho más precioso que la cuña dorada de
Ofir. Es posible que se convierta en un compañero de los ángeles en la gloria y
que refleje la imagen de Jesucristo, brillando incluso en el esplendor
brillante del trono eterno. Es su privilegio tener fe en que a través del poder
de Cristo será inmortal. Sin embargo, ¡cuán pocas veces se da cuenta de las
alturas que podría alcanzar si permitiera que Dios dirijiera cada paso!
Dios permite que cada ser humano ejerza su individualidad.
No desea que nadie sumerja su mente en la mente de un compañero mortal.
Aquellos que desean ser transformados en mente y carácter no deben mirar a los
hombres, sino al Modelo divino. Dios da la invitación: "Haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús". Por medio de la
conversión y de la transformación, los hombres deben recibir la mente de
Cristo. Cada uno debe estar delante de Dios con una fe individual, una
experiencia individual, sabiendo por sí mismo que Cristo está siendo formado en
su interior, la esperanza de gloria. Para nosotros imitar el ejemplo de
cualquier hombre, aunque se trate de uno a quien podríamos considerar de un
carácter casi perfecto, sería confiar en un ser humano defectuoso, uno que no
es capaz de impartir ni una pizca de perfección.
Como nuestro ejemplo, tenemos a Uno que es el todo y en
todos, señalado entre diez mil, Uno cuya excelencia está más allá de la
comparación. Misericordiosamente adaptó su vida para la imitación universal.
Unidos en Cristo estaban la riqueza y la pobreza; la majestad y la humillación;
el poder ilimitado, la mansedumbre y la humildad que se reflejarán en cada alma
que lo reciba. En Él, a través de las cualidades y las facultades de la mente
humana, se reveló la sabiduría del Maestro más grande que el mundo haya
conocido.
Ante el mundo, Dios nos está desarrollando como testigos
vivientes de lo que los hombres y las mujeres pueden llegar a ser por medio de
la gracia de Cristo.
Signs of the Times, 3 de septiembre del 1902.
Concluido.