Wednesday, March 28, 2018

La Benevolencia Cristiana—Parte 1


Dios puede cumplir sus promesas. Sus recursos son infinitos, y los emplea todos para cumplir su voluntad. Sin embargo, todas sus promesas se basan en condiciones, y solo mediante el cumplimiento de esas podemos esperar obtener la bendición ofrecida. Dios ha confiado sus bondades a cada hombre, en medida variable, según la capacidad de cada uno. Esos obsequios de la Providencia deben ser empleados con sabiduría al servicio del Dador y ser devueltos con intereses en el día del juicio final. Aquellos que demuestren ser buenos administradores recibirán en mayor medida mientras dispersan sus medios para promover la causa de Dios y bendecir a la humanidad sufriente.

Nuestro Padre celestial se ha complacido en hacer que los hombres colaboren con Él en la obra de la redención humana. Aquellos que han sido comisionados a predicar el Evangelio no son los únicos a quienes usará como sus instrumentos. De todos aquellos cuyas mentes han sido iluminadas por el Espíritu Santo a su vez se requerirá que iluminen a los demás. " Ninguno de nosotros vive para sí". Cada individuo tiene su puesto de deber en la realización del gran plan de Dios. Y cada uno que recibe y obedece la luz que Dios ha dado, será un testigo viviente de Cristo y de la verdad.

Los hijos de Dios no serán como el mundo, envueltos en tinieblas morales, amándose a sí mismos y buscando tesoros terrenales. Serán un "pueblo peculiar, celoso de buenas obras". Se requerirá autonegación y sacrificio para imitar el patrón de Cristo Jesús. Para ser como él debemos cultivar un espíritu de beneficencia. El primer gran principio de la ley de Dios es el amor supremo al Creador; el segundo, un amor igual a nuestro prójimo. " De estos dos mandamientos", dijo Cristo, " depende toda la ley y los profetas".

La experiencia muestra que un espíritu de benevolencia se encuentra más a menudo entre quienes tienen medios limitados que entre los más ricos. Las donaciones más liberales para la causa de Dios o para aliviar a los necesitados, provienen del bolsillo del pobre, mientras que muchos a quienes el Señor ha concedido una abundancia para ese mismo propósito, no ven la necesidad de usar medios para avanzar la verdad, y no escuchan el clamor de los pobres entre ellos.

Sin embargo, muchos que desean grandes riquezas se verían arruinados por su posesión. Cuando a esas personas se les confía el talento de los medios, con demasiada frecuencia acumulan o desperdician el dinero del Señor, hasta que el Maestro les dice individualmente: "Ya no serás mayordomo". Deshonestamente usan lo que es de otro como si fuera suyo. Dios no les confiará riquezas eternas.

El clamor de las almas que se han dejado en la oscuridad, y el clamor de la viuda y el huérfano, suben al cielo como un veloz testigo contra los mayordomos infieles. El don del pobre, el fruto de la abnegación para extender la preciosa luz de la verdad, es como un incienso fragante ante Dios. Y cada acto de autosacrificio por el bien de los demás fortalecerá el espíritu de beneficencia en el corazón del dador, aliándolo más íntimamente al Redentor del mundo, quien "por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos".

La suma más pequeña dada alegremente como resultado de la abnegación es de mayor valor a los ojos de Dios que las ofrendas de aquellos que podrían dar miles y aun así no sentir ninguna falta. La viuda pobre que arrojó dos blancas en el tesoro del Señor, mostró amor, fe y benevolencia. Ella dio todo lo que tenía, confiando en el cuidado de Dios para el futuro incierto. Su pequeño regalo fue pronunciado por nuestro Salvador el mayor arrojado en el tesoro ese día. Su valor se midió, no por el valor de la moneda, sino por la pureza del motivo que impulsó su sacrificio. Review and Herald, 9 de febrero de 1886.

Continuará.

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